Hace tiempo que dejé de creer. Es triste pero es así de
verdad, y lo peor de todo es que el hecho es tan inamovible como el color de
mis ojos o la tonalidad de mi pelo, por muchos experimentos en los que me
empeñe en alguna tarde aburrida. Como tal, he tenido que hacerme a la idea de
que hace tiempo que pasó la edad en la que pensaba que los hados, la religión o
la suerte, intervenían en la cocción lenta y artesana de la salsa de mi vida.
Evidentemente eso no ocurrió un día así como si nada. No me
desperté una mañana con la sensación de haber soñado, ni con la ligera
intuición de que algo me había sido rebelado desde un púlpito imaginario.
Supongo que fue el paso del tiempo y la decepción de quien espera un milagro,
lo que hizo que se fuera infiltrando entre los poros de la piel, una sensación
pastosa y cruel de que las cosas sólo se consiguen por el camino del esfuerzo y
por una antigua senda de rastrojos, donde es fácil perder la piel.
Pero fíjate que llega esta fecha en que el año se despide y
hay algo en mí que se conmueve. Es un sentimiento que no entiendo, pero releo
los post anteriores donde os felicitaba y me encuentro escribiendo sobre la
misma sensación. Probablemente es una chispa que debe llevar escondida mucho
tiempo en un lugar del corazón, tanto que no le ha sido posible a la madurez o
al calendario, azuzarla con la vara de la desesperanza.
Y es que es curioso que mi mente racional que me insiste una
y otra vez en que no hay nada más que lo que uno es, parece que se rinde ante
mi parte sentimental, justo el momento necesario para que esa frontera entre el
año que se va y el que viene, esa pequeñísima porción de tiempo entre el último
latido que se esfuma y el primer llanto que llega, me pregunte a mí misma por
qué no va a ser verdad, por qué no voy a tener la oportunidad de que el nuevo
almanaque traiga con él una felicidad que no sé en qué consiste, pero que siempre
espero.
Suena la penúltima campanada, me tomo (cuando consigo
acompasar el tiempo) la penúltima uva, y en ese momento siento el crujido. Es
un sonido que viene de dentro, de lo más profundo de la infancia encontrada o
de la juventud perdida, del tiempo ancestral en que era fácil creer porque era
fácil ser niña. Y entonces me sorprendo a mí misma rezando de alguna manera a
no sé qué sueño o qué demiurgo extraño, pidiéndole a la esperanza que no me desampare ante lo
que tenga que venir, y musitándole al
tiempo que se cuela entre burbujas, que ruegue por mi gente a la salud y que
vele cada día ante el altar del dios de los deseos no cumplidos.
Dura justo un segundo pero es espectacular. Tarda en pasar
por mi existencia lo mismo que un pestañeo o una sonrisa, pero me llena de
vida. Viene y se va en el espacio justo en que es difícil apreciarlo por el
fondo de pantalla que acompaña ese espacio de locura, pero yo sé que está ahí a
pesar del ruido, yo lo siento crepitar desde el fondo acolchado de un órgano
que sólo se siente pero al que todavía nadie ha visto.
Por eso estoy aquí hoy, para pediros que os dejéis llevar
por aquello que no vemos. Para animaros a olvidar abiertos los oídos del
sentimiento y escuchar el sonido que produce dentro del cuerpo aquello en lo
que cada uno cree. Tengo la sensación de que hay que estrenar la ilusión con
los brazos abiertos, los sentidos despiertos y la necesidad, loca, absurda y
extraña de creer en la magia.
Feliz segundo, feliz año.