domingo, 28 de febrero de 2016

Andalucía

Hace mucho tiempo que la razón me enseñó cuánto daño le han hecho al mundo los colores de las banderas y los trazados de las fronteras. La Historia me llevó a la conclusión de que todos los males del mundo empezaron un día de hace muchos miles, cuando el ser se convirtió en humano clavando una estaca para separar su sembrado del hambre del vecino. 
Pero reconozco que a veces soy contradictoria, como si fuese difícil seguir el compás con la cabeza, moviendo al unísono el corazón. 
Hace un par de mañanas estuve en un acto institucional en el que se celebraba el día de Andalucía. En un momento dado, como broche final, un teatro a rebosar se puso en pie para escuchar el himno que identifica al blanco y verde de mi tierra. Y no sé qué pasó.
Al son de una música conocida, que esta vez se acompañaba de quejío flamenco y son de palmas, las emociones se me llenaron de recuerdos y de imágenes. En un momento, sin quererlo, como si los trajera la música flotando entre sus efluvios, me asaltaron olores de especia y sabor a gazpacho. Tuve la dulce sensación de revivir, en una caricia, las manos encallecidas de mi abuelo y de devolver a una cocina de baldosas gastadas, las conversaciones sobre el hambre y la miseria, esas que tanto me aterrorizaban cuando era niña. 
Andaluces levantaos, decía el cantaor quebrando el alma y la guitarra, mientras yo me cosía sin pudor los volantes al alma, admirando a un pueblo que lleva una vida repartiendo dignidad por el mundo, volviendo al enfado de las burlas y los estereotipos gastados con los que siguen tratándonos, alegrándome porque somos puntal en muchas cosas, aunque por desgracia nuestros niños tengan que acabar marchándose.
"Qué contradictoria soy", pensé mientras aplaudía, procurando que nadie me viera guardar con un pañuelo los sentimientos. "Siempre me gana el corazón", me dije, saliendo del teatro, luchando por apagar la luz blanca de la sal de mi tierra que todavía continuaba encendida en la cabeza. "Pero qué suerte tengo", me sonreí, tarareando el son que llevaba aún prendido en la punta de la lengua.
Felicidades a mis paisanos y a toda la gente de fuera que sé que nos quiere. Feliz día de Andalucía.














martes, 9 de febrero de 2016

El nombre de la rosa

Esta vez, el ejercicio propuesto por Leonor en la tertulia ha sido diferente. No hemos partido de una imagen sino de un texto. Consistía en continuar con el relato a partir de un párrafo de la novela "El nombre de la rosa" de Umberto Eco. 
Como siempre, un ejercicio interesantísimo. Cada uno de los presentes viramos, en cuanto a la forma literaria, hacia un lugar diferente. Hubo humor, ironía, sentimiento o crítica social, dependiendo del gusto o la personalidad de los que escribían. En mi caso, decidí hacerle un homenaje al autor y a ese momento dulce en que se pone fin a una historia y la cabeza deja de bullir de forma hirviente. 
Ahí os lo dejo por si lo queréis leer. La primera parte ( en grafía diferente) se la he pedido prestada a Eco.






Me desperté cuando estaba por sonar la hora de la cena. Me sentía atontado por el sueño, porque el sueño diurno es como el pecado carnal: cuanto más dura, mayor es el deseo que se siente de él, pero la sensación que se tiene no es de felicidad, sino una mezcla de hartazgo y de insatisfacción.

Me senté a escribir sin pensarlo, con la armonía de la rutina y de los gestos repetidos.
La mesa estaba llena de hojas en blanco. La mayoría las había arrugado con rabia esa misma mañana, y en ese momento, a medida que la mente se ponía en marcha pausadamente, me hacía gracia observar aquella metáfora de otoño ocupando todo mi espacio.
Tuve la sensación de que la máquina de escribir me miraba con aire provocativo. “A ver si te atreves”, parecía lanzarme, dispuesta a hacer sonar la campanilla de final de renglón, determinada a no volver a permitirme aquel tecleo impertinente de la mañana, aquella onomatopeya del toc toc que no había dado ningún fruto.
Me pesaban los ojos. Llevaba demasiado tiempo dibujando el mundo sentado en idéntica posición, y había llegado a pensar que ni siquiera yo era ya la misma persona, que algo de aquel ambiente frío y tenebroso se me había metido en el cuerpo para quedarse a vivir.
Uní las manos y crují los dedos con gesto de pianista. Tomé un último folio con delicadeza, haciéndolo girar despacio mientras oía el quejido del carro. Me concentré en aquellas teclas blanco sobre negro en las que ya  había vertido un universo, y me entretuve en escribir la palabra fin muy despacio, en el centro de la hoja, con dignidad de letra mayúscula.

Nunca supe si aquella decisión fue producto del sueño intempestivo que había durado hasta la hora de la cena. Sólo sé que aquella tarde, entre folios descartados y sentimiento de hartazgo, juré que guardaría para siempre el secreto del nombre, de aquel que siempre queda cuando ya ni siquiera está la rosa.
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Me pesaban los ojos. Llevaba demasiado tiempo dibujando el
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me había metido en el cuerpo para quedarse a vivir.
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con delicadeza, haciéndolo girar despacio mientras oía
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Nunca supe si aquella decisión fue producto del sueño
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