Se quejaba ayer mismo una amiga de que los cuentos no se
hacen realidad. Pretendía incluso, con gracia, salir a la busca y captura de
aquel que osó inventar esa frase del vivieron felices para siempre con una
intención no muy halagüeña, por lo que deduje del tono enfadado de su
escritura. Y yo creo que lleva toda la razón mi amiga cuando habla de esa
manera.
Desde que traemos al mundo a los hijos, los padres nos
empeñamos en darles a entender que la vida es dulce. Los alimentamos o los
dormimos con la ilusión, como dice ella, de que el zapato cabía en el pie de
Cenicienta o que a la Bella Durmiente le bastó un beso para volver a vivir.
Y eso les hacemos creer a los pobres, un poco quizás porque
fue lo mismo que nos hicieron entender a nosotros aquella vez, cuando éramos
inocentes y dependíamos del juicio de otro para discurrir.
Pero un día, sin saber ni cómo ni por qué, la vida te
despierta de un sobresalto y ves de cerca el grano en la nariz del príncipe
perfecto, la rozadura en el pie del cristalino zapato y la tristeza agridulce
del enano gordinflón. Y parece que las historias de héroes vienen todas a
confabularse contra ti para contarte al oído que sólo los villanos son de
verdad, que sólo el capítulo más sórdido del cuento forma parte de la vida
diaria que vivimos. Entonces, abres los ojos al mundo nuevo que se te presenta
y de repente, no se hace difícil distinguir a la madrastra, a la vieja bruja de
la escoba o al lobo de dientes largos y afilados.
Por eso, leyendo el mensaje “facebookero” de mi amiga, hoy
estoy arrepentida de los cuentos que leí, de las veces que les dije a mis hijos
de pequeños que detrás del bosque de los sueños hay un castillo mágico donde se
puede ser feliz.
Esta nueva generación que ahora apunta maneras llena de
granos va a tener que sufrir, es inevitable, una decepción muchísimo mayor que
la nuestra. Y no sólo será porque el príncipe no cumpla con las expectativas esperadas
o Blancanieves no sepa trabajar en equipo con sus siete empleados domésticos. Van
a tener que pasar por un desencanto terrorífico cuando seguramente no puedan
alcanzar ni de lejos el nivel de vida de fábula que nosotros nos hemos atrevido
a darles.
Se me hace difícil imaginar qué va a ser de Bella cuando al
pobre Bestia le embarguen el castillo donde bailaba el candelabro, qué será del
marqués de Caravás después del ERE en el que despidió al gato de las botas
altas o qué hará el pobre de Peter Pan cuando descubra horrorizado que el mundo
ahora está a merced del pirata del garfio.
Corren malos tiempos para los cuentos de hadas, así que he
decidido hacer algo al respecto. Me voy con mi amiga a buscar al del invento
del final feliz. Tenemos que hacer algo en nombre de la salud mental de los
niños, tenemos que encontrar una artimaña que renueve la literatura y que nos
permita a los padres contarles despacito a los hijos: que el mundo de los
sueños está en crisis, que habrá que aguantar un tiempo hasta que el bosque se
despeje y que algún gigante despiadado nos robó una tarde la varita de hacer magia
y el poder de los hechizos.