Qué pena de Cádiz.
Sé que la frase leída así, sin signos de exclamación o aclaración entre paréntesis del tono que quiero imprimirle, puede tener muchas connotaciones: sarcasmo, ironía e incluso sátira mordaz, pasando por la guasa que tanto nos caracteriza a los de por aquí abajo. Pero esta vez, las palabras las digo con el sentido más literal que puedo ponerle porque verdaderamente lo que siento es pena.
Para quien no sea de estos lares tengo que decir que habitar este lugar del mundo es un verdadero privilegio y no es que sea una chauvinista ni una defensora a ultranza de lo mío por encima de lo de los demás, pero la verdad sólo tiene un camino. Vivimos en una zona con un clima de lujo; los que trabajan lo hacen en el mismo área de la bahía, en la mayoría de los casos a un tiro de gravilla del sofá de su casa; la gente es abierta, se vive en la calle y sobre todo y por encima de todo es difícil abrir una de las ventanas de casa y que por algún resquicio del horizonte no se vea o no se huela el mar.
Pero tenemos algo que juega en nuestra contra. Supongo que esto de ser los últimos vistos desde arriba o los menos reivindicativos por esta forma de ser innata que llevamos dentro, nos han apartado siempre del Olimpo de los dioses y no hemos sido nunca para nuestros gobernantes nada más que un lugar de recreo al que venir de vacaciones ahora que se ha puesto de moda.
Ellos, los de antes, los de ahora, los de siempre han dejado morir a mi tierra sin tener el menor de los remordimientos y todas esas industrias con carácter marinero y que sólo nombrar te dejan en los labios el sabor de la sal, se han ido pudriendo en el varadero de la desesperanza porque al fin y al cabo aquí la gente protesta menos o se acostumbra antes.
Recuerdo de pequeña cuando entrar a trabajar en la construcción naval (Bazán, San Carlos…) era algo que se heredaba de padres a hijos, era la recompensa que recibía el trabajador por su sacrificio, saber que al hacerse mayor alguno de sus hijos, si no todos, recibirían el legado de hacerse un hueco, cada uno según sus cualidades y su cualificación profesional, en el mundo de la factoría.
Luego, cuando no era tan pequeña, el cielo se nos abrió con el tema de las piscifactorías. Esto es el futuro, se decía la gente una a otra, pensando que en un mundo como el que vivimos, era justo dejar descansar un poco al mar y ofertar soluciones que a la vez permitieran a la gente joven quedarse aquí.
Mi marido, como muchos otros, que andaba decidiendo el camino por el que andar en la vida, descartó la Biología que hubiera sido su vocación para hacerse técnico en cultivos marinos, algo que al fin y al cabo entraba dentro de la rama que le apasionaba y que le ofrecía trabajo remunerado desde que entró en el primer curso como estudiante.
Ahora, veinte años después, la construcción naval hace mucho tiempo que murió (aunque Navantia ande todavía cogiendo oxígeno con un sufrimiento horrendo en cada bocanada) y la Acuicultura se muere definitivamente, sin que nadie pueda o quiera hacer nada por salvar su vida.
Es increíble entender todas las trabas a las que ha sido sometida esta actividad durante estos años, desde la ley de costa que parecía hecha para cortar las alas de la insignificante actividad que da de comer en mi pueblo, hasta los ecologistas, defendiendo el derecho a vivir de las garzas, cuya extinción ha sido puesta siempre por encima del bienestar de mi familia, mientras en playas como las de la costa de Málaga se construían “Guadalpines” y hotelitos a pie de playa para recreo y solaz de personajes conocidos y especuladores de mucha monta.
Y así hemos llegado a donde estamos. Miro a mi alrededor y a excepción de los funcionarios que a pesar de los recortes andan con la plegaria del virgencita déjame como estoy, el resto de mi mundo está en la misma cuerda floja. Siento miedo, pero miedo del de verdad, no retórico ni literario, miedo del que se te mete en el cuerpo y no te deja dormir por las noches. No sé qué va a pasar cuando todos esos padres de familia que conozco y que en este momento andan cobrando el desempleo en que les ha dejado estos dos años de crisis, no tengan nada más que cobrar ni nadie más a quien recurrir. Trabajo no hay y no es que esté pesimista, es que así son las cosas. Subvenciones no quedan porque la administración no puede, y eso se ve, con el gasto.
Espero que a alguien se le ocurra algo porque la cosa pinta mal. Los políticos deberían entender que hay situaciones en que la palabrería ya no basta y que la sonrisa de la foto se ha quedado helada hace tiempo en la cara de muchísima gente. Mi tierra definitivamente se muere y lo peor es que son muy pocos los que podrán salvarse del duelo.