Si
miro hacia atrás, al día en que te diagnosticaron la enfermedad maldita, puedo
volver a sentir cómo todo a tu alrededor tomó la textura de un líquido viscoso.
En el leve paso de un corto segundo te quedaste sin eco, desvanecida en el aire
como una gota de agua pulverizada por un aspersor.
Durante
esos primeros días, me conmovió observarte sentada al fresco de la puerta, con
la noche posada en el pelo y los ojos fijos. Parecías estar hipnotizada, como
si revolotearas con alas de hada por algún universo al que nadie era capaz de
seguirte.
Después
de la operación se te metió en la cabeza que ya no eras la misma, como si la pérdida
de un órgano fuera un menoscabo de tu identidad. “¡Me duele el hueco!”, me decías
con la voz entrecortada, cuando aun yo no entendía que la oquedad de la que
hablabas estaba en el alma y tú te
habías vuelto menuda y transparente a causa de los vómitos y los malos
pensamientos.
“¡Te
tienes que animar!” Te decía la señora Josefa, viéndote sentada junto al
zaguán, con los ojos entrecerrados y la cara seria. “¡Venga, mujer, haga por
usted!”, increpaba Benito, un hombre tímido que conmigo apenas había cruzado
algo más que un” buenas tardes”.
Un
día, eternamente cansado de tu mirada triste, entré decidido en la tienda que
extendía escaparate justo enfrente de nuestro portal, en el comercio del joven
chino al que todos llamaban Juan. Lo hice con la intención
de situarme detrás de la luna de vidrio a donde iba a parar el fondo de tus
ojos, aquellas retinas oscuras en las que hacía tiempo ya que no me veía. Me
decidí, con la idea peregrina de captar una nueva perspectiva, porque necesitaba
entender qué era lo que mirabas de forma insistente, que era lo que te
desplazaba desde el frescor de la acera empedrada o desde detrás del balcón, cuando
el invierno se derretía ya entre los adoquines.
Miré
a un lado, luego al otro. Escruté cada rincón con un gesto de abatimiento. Crucé
la calle para tomar medidas, me agaché, volví a entrar…Entre tanta cacharrería
y esmalte de uñas, no acertaba a descubrir qué era ese punto hipnótico que te tenía
parada en un lugar en el que yo no era bienvenido.
De
casualidad, cuando ya me despedía del vecino oriental con el que ni siquiera me
entendía en el habla, vi en una cesta, justo al lado de la puerta, unos ovillos
de hilos de colores que me trajeron sonidos de un tiempo que ya no parecía
real. Te evoqué, con una sonrisa de nostalgia, esperándome cada noche vestida
de novia formal, tejiendo entre risas cantarinas, las colchas para el ajuar. Con
un halo de esperanza compré no uno, sino cinco madejas de hilos de diferentes
colores que porté como ofrenda, más como un anhelo que como un regalo, más como
una súplica que como una idea.
Al
principio me lanzaste una mirada vacía, de esas que habías aprendido a dar
forma y a las que yo no acababa de acostumbrarme nunca; un gesto desvaído con
el que me diste a entender que todo era inútil. Pero un rato más tarde, de
reojo, te observé con cautela rebuscar en el armario hasta dar con la aguja, y te
contemplé, arriesgando la emoción, mientras te dirigías despacio a la silla que
en esos días habitaba el balcón, en tanto empezabas a tejer algo que a mí me
pareció una bufanda deshilachada.
A partir de ese día trabajaste de forma
convulsa, como si el hilo que pasaba por tus manos fuera, de alguna manera, la hebra
con la que yo trenzaba poco a poco la esperanza. Por la casa pasaban las
vecinas, siempre con algún encargo que tú cumplías sin prisa pero también sin
darte una pausa. Confeccionaste el gorro de lana para Emilio, deseando que le
abrigara el frío de las mañanas; dos jerséis iguales, azul pálido y muy
pequeñitos, como los mellizos de Juana. La gente venía a pedirte que les
tejieras un vestido para la niña casadera, una chaqueta por si la tormenta
arreciaba.
Un
día, te vi levantarte de aquella mecedora en la que bamboleabas tu propia
tragedia con los ojos llenos de recuerdos de otros, con los oídos repletos de ilusiones
ajenas.
“Es
que tejiendo el hilo de la vida de los demás”, me ha dicho el doctor muy serio,
cuando le he dado la buena noticia del cambio, “tu mujer ha vuelto a llenar el
vacío, la grieta que el cáncer maldito le había dejado en el alma”.
Y
con esas palabras me he vuelto hoy a casa, silbando bajito una canción que
habla de la alegría del reencuentro, saboreando de nuevo los besos recién recibidos,
los abrazos que creía perdidos. He saludado con un gesto de mano cortés al
chino Juan y he entrado confiado en el portal, donde de nuevo huele a guiso de
carne y a perfume, donde yo ya no tengo que aprender tu ausencia y tú has vuelto a anudarte al hilo de la vida.
M. Carmen Orcero