Siempre he tenido muy claro que soy una persona de letras. Esto lo digo con el conocimiento de causa que me han transmitido años de escuela a diversos niveles, donde los números siempre fueron para mí un enigma. Todavía recuerdo con una sonrisa el día que le confesé, muchos años después de dejar de ser alumna suya, a mi profesora de Física el extraño proceso que se producía en mi cuerpo cuando la veía entrar por la puerta del aula. Mira, M. Carmen, le dije: era entrar tú y me empezaba a picar todo el cuerpo, vamos lo que en mi tierra llamamos un “sarpullío” que no tenía nada que envidiarle al del sarampión y que digo yo que era quizás lo que hacía que se me nublara la zona contable del cerebro y que no diera pie con bola. Velocidad es igual a espacio partido por tiempo. Qué fácil ¿verdad? Pues cuando llegaba el momento de aplicarlo a mi me sobraba la velocidad o me faltaba el tiempo. Yo no sé cómo, siempre tenía la sensación de que a aquel problema le habían robado un dato indispensable para averiguar un galimatías que nunca, creía yo a pie juntillas, me serviría para nada.
En cambio hay ciencias que siempre me han encantado, aunque mirándolas en la distancia son sobre todo aquellas que sirven para investigar en el campo en el que yo me siento a gusto. Hay concretamente una disciplina científica con la que disfruto enormemente y a la que me gusta acudir a menudo con la curiosidad de los niños. Se llama etimología y se encarga de estudiar el verdadero significado de las palabras.
No vayáis a creer que por el hecho de no andar haciendo cuentas es menos compleja esta ciencia. Investigar el origen de una palabra debe ser muy complicado porque casi nunca hay una certeza total de cómo y por qué comenzó a nombrarse algo de esta o aquella manera y muchas veces son varias las personas, regiones del mundo u organizaciones, las que luchan por tener el privilegio de haber sido los primeros en nombrar un nuevo elemento o en inventar una expresión duradera a través de los siglos.
Pero no me digáis que no es curioso cuando un día descubres que esa muletilla que usas casi a diario, sabiendo lo que quieres decir con ella pero no por qué se dice, tiene un origen antiguo, extraordinario o simplemente simpático.
¿Quién puede decirme, por ejemplo, de donde viene la palabra subasta? ¿Por qué se le llama al Papa el Sumo Pontífice? Y esas siglas tan americanas del O.K. ¿de dónde procede?
Estudiando las palabras nos estudiamos a nosotros mismos porque el lenguaje no es más que la herencia que nos han dejado todos los que estuvieron antes aquí. Observando las expresiones y los localismos podemos llegar a entender como nos sentimos influidos por lo que fue y por lo que ahora es, por los romanos que anduvieron de conquista por España, los árabes del medievo, o los americanos “del Internet”.
Si hay un lugar que ha sido influenciado por las lenguas del mundo, ese es Cádiz. Con la abundancia y la riqueza del comercio del XVIII, este trocito de tierra se convirtió en eso que los entendidos (entendidos pero cursis diría yo) llaman un “crisol de culturas”. El gaditano cogió lo que pudo del irlandés, del francés o del portugués y se construyó un idioma propio mientras intercambiaba quincalla, pieles curtidas y paños de lana. Y así estamos, que luego viene alguien al carnaval y para que entienda la letra de la chirigota hay que descifrársela como un código, y eso sí que es un código que no el de Da Vinci.
Aquí cuando alguien no nos sigue en el argumento de lo que le estamos contando es que no “asunta”, el tonto del bote es un “torrija”, el guisante se convierte en “chícharo” y caerse es darse literalmente un “pellejazo”. No sé cuanto de extranjero habrá en todo esto ni de donde viene cada una de estas expresiones. ¿Ves? Ya tengo entretenimiento para otra tarde.
Qué ¿a que todavía le estáis dando vueltas a lo del Sumo Pontífice?... si alguien lo sabe que lo diga y si no, ya os lo cuento en un comentario que mañana me incorporo al trabajo y es hora de “guannajarse” como decimos los gaditanos.