Últimamente, la verdad es que
prefiero no ver los telediarios. Sí, así
de cateta me siento, porque como dice el dicho y perdonen ustedes la
redundancia, castiguitos los que Dios me mande, pero buscármelos yo adrede, eso
sería masoquismo.
Es que hay que ver como están las
noticias: sube el paro más allá de las nubes, la economía no remonta a nivel
mundial, los propios ministros del gobierno no se ponen de acuerdo ni haciendo
una quedada sobre las cifras del desastre ni las estadísticas de la desesperación.
Y por supuesto, sobrevolando a duras penas por el centro mismo de la tormenta y
el drama, el sufrimiento de tantas familias que no saben si tienen presente y a
las que no les queda dolor para conjeturar el futuro.
Lo que no podía yo imaginar es
que esta crisis maldita afectara también por igual a seres de otros mundos a
los que creía que salvaba la imaginación y la tierna credulidad de la infancia
de vivir momentos amargos. Así que ayer, cuando me asomé tímidamente a la
prensa con ese gesto aprendido de cuando veíamos películas de miedo, ese quiero
ver pero poquito, lo justo para poder dormir esta noche, me quedé literalmente
alelada, pegada a la tinta virtual de las palabras enunciadas con la expresión
boba de quien pensaba que ya nada podría sorprenderla.
En pleno centro de Madrid, vamos en Sol para ser más exactos, se produjo un altercado el
pasado fin de semana que no tiene nada que ver con cualquiera de los sucesos contados
en el lenguaje aterrador del El Caso, en la verborrea pseudo científica de Iker
Jiménez o la cadencia mágica de las
leyendas: Bob Esponja protege a Dora la Exploradora de recibir una paliza de Minnie. Toma
del frasco, Carrasco… (perdón tengo que aclarar que esto lo proferí yo, nada
que ver con el estilo periodístico y correcto del profesional que hacía la crónica).
Pero es que, tiene telita el titular.
Bueno, os lo cuento: parece ser que en
estos tiempos que corremos, y partiendo de la premisa de que cualquier trabajo
es digno, los personajes de dibujos animados más queridos por la gente menuda,
han tomado al asalto las calles de cualquier ciudad. Con un traje de alquiler y
un calor de muerte, la gente sale a buscarse la vida, haciendo por una propina
las delicias de los pequeñajos que se sienten reyes coronados, cuando Dora la Exploradora, Winnie de
Poo o alguno de esos personajes a los que, si acaso, han admirado antes en días
de parques temáticos o tardes de cabalgatas, vienen ahora y sin previo aviso, a
pedirles que posen con ellos para una foto mágica que papá guardará en el móvil
o para un autógrafo auténtico, de esos de superhéroes, por los que mamá pagará,
un poco disimulada para no herir la fantasía, un módico precio.

Pero fíjate que hasta en esto de los héroes de papel es el mercado el que manda y que está
visto que cuando es el hambre el que aprieta, no hay protección mágica ni inocencia
que valga. Así que la buena de Minnie, la de las largas pestañas y el lazo en
la frente, sufrió un ataque de rabia al ver a la colega del mono, paseando por
su territorio la mochila. Sujetó los pies a los tacones, se agarró el vestidito
corto y propinó una tunda de palos a la del peinado a lo Marcelino que la
estaba dejando tibia.
Menos mal que como siempre los héroes que a mí más me gustan, esos a los que la naturaleza no
confirió con belleza pero sí con corazón, están siempre al quite para luchar
con molinos y allí aparecieron de un salto el bueno de Bob Esponja y el
escudero Patricio para mediar en la lidia y terminar bien el cuento.
Eso sí que sería un espectáculo y no el de José Luis Moreno con Monchito y Rockefeller: Dora “tirá”
por los suelos, el mono aguantando la mochila, Patricio con el bañador bajado….qué
bueno, qué grandes momentos de cine.
Todavía lo ando rumiando y me río. Me imagino la escena y no tengo más remedio que
rendirme ante lo festivo aunque en el fondo todo esté teñido de una verdad muy
triste.
Y digo yo por quitarle hierro al asunto…si estos están así… ¿cómo les habrá ido a los tres
cerditos que se dedicaban a los negocios inmobiliarios?