Ayer arrancó la Semana
Santa de mi tierra.
Creo que este año la decepción va a llenar Andalucía de lágrimas
porque el agua ha empezado hoy a mojar la fiesta y varias Cofradías han tenido
que quedarse al resguardo del Templo, sin salir a la calle a lucir colores y
expandir olores a incienso y cera caliente.
Me temo que mañana la jornada se me presenta tensa. Mi hijo
sale este año por primera vez y lleva un mes contando los días, probándose por
la casa el capirote y haciendo planes con mi sobrina y otro amiguito sobre qué
van a hacer si los niños les piden cera o se encuentran con algún conocido.
La verdad es que es una lástima que los chiquillos (y los
mayores que disfrutan con ello) se queden sin ilusión por culpa de una lluvia
vengativa que lleva sin aparecer un año y que viene justo a colarse en Semana
Santa, ahogando con el insolente repiqueteo de su tormenta, el trabajo del
mundo cofrade, las esperanzas del pequeño comercio y las vacaciones de los que
se las merecen.
Y mira que el hecho de que salga el niño, eso es una
penitencia para los padres, no vayan ustedes a creerse. Que la cosa tiene su miga.
Primero, hay que ser hermanos de una Cofradía, lógicamente,
con su cuota mensual correspondiente. Después toca ir por la túnica: una tarde
entera dedicada a esperar la cola y a probarle al niño. Luego hay que mandar a
hacer el interior del capirote, comprar zapatillas negras, calcetines blancos,
guantes de algodón…vamos unas cuantas vueltas por las tiendas del centro.
Pero la cosa se pone verdaderamente complicada el día de
marras. Hay que vernos a las madres de los artistas, con las zapatillas de
deportes, el bolso lleno de bocadillos por si le entra hambre, agua por si
tiene sed, una sudadera de más por si acaso refresca…y ¡ala! a darle vueltas al
pueblo y a andar detrás del niño, porque aunque lo dejes solo un rato, hay que
estar pendiente de ellos por si necesitan salir al baño, si quieren abandonar
el recorrido o acaban mareándose de tanto humerío de vela absorbido.
Yo a estas alturas ya me considero una experta en esto de la
penitencia adquirida por rama filial. Mi hija, que siempre ha sido mariquita la
primera en probarlo todo, fue hebrea varias veces y hermana penitente de la Cofradía más larga que
tenemos en San Fernando. No una, ni dos ni tres…diez horas estuvo la niña
andando y la madre detrás cargando con el avituallamiento.
Pero bueno, estoy acostumbrada. En casa han sido penitentes
mi hermano, mis cuñados…todos, hay que decirlo, más por el puntito ese de jactancia que te da ir con la vela y la cara tapada que por el sentimiento religioso que
realmente debería de tener esta fiesta. Por eso, todos han protagonizado historias
para contar en una tarde de risas y han vivido momentos inolvidables que por
culpa del agua, mi hijo se perderá mañana.

No puedo resistirme a contaros la anécdota de mi hermano
porque el tío tiene “to el arte”: Sería más o menos como mi hijo ahora la
primera vez que salió (10 u 11 años). Como siempre ha sido muy peliculero, se
le antojó ir con una Cofradía que tiene la Iglesia muy lejos de donde vivíamos, pero que a él
le parecía más glamourosa porque todos los hermanos, incluso los pequeños,
llevaban capa. Y allí iba él, desde las tres de la tarde en la calle para que
sus amigos lo vieran, vestido todo de blanco inmaculado (túnica y capirote) y
con una capa roja que el movía para darse importancia.
Mi padre no había llegado de trabajar y mi madre que no
conduce, se lleva al niño a la
Iglesia en el autobús. Se va a subir al vehículo, nervioso
como iba con la ilusión de la penitencia, con la mala suerte de que al subir el
escalón, nada acostumbrado a llevar faldas, se pisa el dobladillo y se cae
dentro del autobús a todo lo largo.
El chiquillo, agobiado porque se le había movido la tela y
no encontraba los agujeros de ver, cortadísimo del batacazo y escuchando a mi
madre con aquello del ¡ay mi niño!, se levanta de ese suelo de goma negro donde
había aterrizado plantando los guantes blancos y se ajusta bien el capirote como
la nieve, dejándose las huellas de dos manos negras como el carbón justo a la
altura de la frente.
No sé si os haréis una idea del efecto que causaba. Esas dos
manos negras que no había ya forma de borrar de la tela blanca, a pesar de que
mi madre y mi tía lo intentaron hasta con goma de borrar y miga de pan (no había tiempo ya de
detergente); esos dedos negros dibujados en la frente que se veían venir entre
tanto blanco nuclear frotado a conciencia por esas super madres cofrades…un
desastre.
Yo recuerdo que salí más tarde sin saber nada de lo que había
sucedido y durante la procesión me acerqué a mi madre para preguntarle:
-Mamá ¿por donde viene el niño? ¿por esta acera o por la
otra?
Y mi madre solamente me decía:
-No te preocupes que lo vas a conocer enseguida, vamos que
si lo vas a conocer… que no se te va a olvidar nunca.
Ja,ja.ja