Desde que decidí, hace ya tanto tiempo que ni siquiera sería capaz de recordar la fecha exacta, que quería estudiar Historia, reconozco que ha habido días en mi vida en los que me he arrepentido de haber tomado ese camino.
La mía es una profesión difícil, de eso no cabe duda. Supongo que debe serlo en cualquier parte del mundo, pero es evidente que se convierte en algo mucho más complicado en un país como España, un lugar donde está demostrado que la Historia y la Cultura, esas dos disciplinas que deberían escribirse con mayúsculas, no sirven muchas veces nada más que para dar quebraderos de cabeza a quien nos manda, para parar las obras del centro comercial por la inoportuna aparición de un yacimiento arqueológico, o para engrosar de forma descomunal la cola del paro a la que hay que disfrazar con estadísticas absurdas.
A menudo, cuando comparto reunión con los amigos que han conseguido eso que se llama "triunfar en la vida", cuando celebro ascensos y escucho hablar de viajes maravillosos que yo no podré permitirme nunca, me planteo no una, sino mil veces, cómo se me ocurrió creer que iba a ser capaz de ganarme la vida de manera estable con una profesión tan denostada, tan poco apoyada institucionalmente, tan dependiente de unas oposiciones que si hago cuentas, se han pasado congeladas o amañadas casi la mitad del tiempo que llevo en activo. Creo que ese es el peor de los momentos, es la hora en la que el espíritu se vuelve débil, y alguna vez, como en los pasajes bíblicos, también yo reniego de aquello en lo que creí de forma ciega.´

Estoy convencida de que la Historia bien narrada es un maravilloso cuento de hadas. He podido comprobarlo a menudo. Muchas veces, en esas reuniones en las que comparto éxitos y celebro viajes, he notado que se hace el silencio cuando empiezo, despacito, a relatar el cuento, cuando voy desgranando la historia verdadera que sé de un barco que desapareció si dejar rastro, de una pareja que descansa abrazada en el Museo de mi pueblo, de un hombre que dejó una nota en un papel en 1767 para que yo hoy pueda leerla.
Tengo que decir que entonces, como tantas otras veces, las aguas vuelven a su cauce y me reencuentro conmigo misma y con la ilusión que en realidad nunca perdí. Se me olvida la vergüenza de seguir dando tumbos laborales a esta edad y hago la cuenta matemática de todo lo que los sitios maravillosos en los que he trabajado me han aportado al espíritu.
Es verdad, sé lo que estaréis pensando, todos lleváis razón en que esto de la Historia dinero no da. Pero, de verdad, no os podéis imaginar lo que ofrece en satisfacciones.