Mi hija está de excursión y aquí estoy, echándola de menos.
Sí, así es, la echo de menos. Supongo que debe ser el mono de pasar por su habitación y no tener que dedicarle esa frase cariñosa con la que alegro sus tardes, esa de: ¡Maríaaaaaa, deja ya el ordenador y ponte a hacer la tarea! Puede ser eso.
O tal vez, no lo tengo claro, a mi vida le falte su contestación, aquella que ella me dedica en el mismo tono cariñoso y amable: ¡qué “pesá”, ya voy, siempre igual…!
Cuando llegaron todas ellas con esas maletas de ruedas con las que se iban al campo, mi amigo Antonio, que al ser padre de un niño lo vive de forma distinta, les dijo con toda la gracia: pero ¿a dónde vais? ¿a Camp Rock? Que ajeno estaba el hombre de que en alguna de aquellas maletas iba la plancha del pelo, esa con la que he oído tienen las niñas la intención de "desenrizar" las puntas a alguno de los compañeros. Calvo no creo que vuelvan, pero que vengan con las orejas…de eso tengo mis dudas.
La despedida fue emotiva. Un montón de madres en la puerta del autobús, dando instrucciones que nunca cumplirán y haciendo gestos de llámame desde detrás del cristal como si esta vez, a diferencia de otras, fueran a hacernos caso de algo de lo que les decimos.
Aunque tengo que decir en su defensa que en eso esta vez mi hija ha sido una campeona. Mientras que los demás por aquello de la falta de cobertura del monte, no han dado señales de vida, la mía me llamó tres veces sólo en el día de ayer. La primera a las once y media, apenas recién llegada para decirme con risas: mamá, he vomitado en el autobús. Yo, claro, con voz muy melosa, afectada por la distancia, me sorprendí contestando: ay, hija, vaya por Dios, cuando en el fondo del pensamiento y en la punta de la lengua quería decirle en un grito: te lo dije, tómate la biodramina…pero no…ella no.
La segunda llamada llegó a las tres y media de la tarde. Había un jaleo de fondo que apenas sé que me dijo, ahora, eso sí, me dejó claro que a la hora que era y todavía no habían comido, y el estómago de madre se me contrajo, oye, vamos que creo que me sentó mal la lechuga y los cuatros panecitos integrales que la dieta me había permitido engullir un poquito antes.
Por la noche no me dio tiempo a cogerlo y ya estaba sin cobertura. Supongo que no le pasaría nada importante que si no, sin duda, conociéndola, hubiera vuelto a llamarme para que no me durmiera.
Mañana la tengo aquí. Espero que venga cambiada, qué ilusa que soy ¿verdad? Me conformo con que venga cansada y al menos hasta el fin de semana no volvamos a la guerra, a ver si me da una tregua que esta preadolescencia suya me tiene ya de cabeza.
En fin, dejando aparte el sainete con el que os cuento las cosas, os tengo que confesar que sí que es verdad que la echo de menos, que tendríais que verme correr cuando oigo que suena el móvil y que aunque tenga, como tiene, su guasa, no la cambiaría nunca ni por nadie ni por nada.
Ay! Qué sería de mi sin ella y que feliz sería ella sin mí. Ja, ja, ja.