Manuel entendió tarde que la vida no es más que un momento,
un segundo hilvanado sobre una esfera por las delgadas agujas del reloj. Así
que un día, asustado por la brevedad de lo vivido, decidió saltar la valla de
la realidad y salir al camino a esperarla. Iba resuelto a pedirle a la vida una
tregua, un tiempo de descuento con el que conseguir todo aquello que había
dejado por hacer, todos los sueños que andaban todavía sin cumplir.
A la orilla del sendero por donde creía que la vida pasaría
sin remedio, se sentó a mirar caer las hojas del bosque. Sintió sobre él la
lluvia del amanecer que lo empapaba de forma intermitente. Sonrió al sol de
mediodía que encendió el cielo de luz, y despidió con un deje de ternura a la
tormenta. Escuchó nacer la noche entre el fastuoso fulgor de las estrellas, y
dejó pasar el tiempo…esperando.
Pero la vida no pasó
por allí a pesar de su insistencia, no la vio venir, como esperaba, por el
sendero, en ninguna de aquellas noches en vela. ¡Es que la vida no llega!, le
dijeron los viejos del pueblo a la vuelta con una sonrisa de sorna, ella
siempre está.
Manuel, al que parecía pesarle en el alma el tiempo perdido, retornó
con rapidez a sus sueños, a sus ilusiones, a las cosas por hacer. Y allá abajo,
en un cajón escondido en el fondo de su corazón, mantuvo fresco siempre el
recuerdo del bosque, ese donde aprendió que no hay tiempo de prórroga, que no se puede esperar, que la vida no llega,
que la vida se va.
2 comentarios:
Precioso y una verdad como un templo. No se nos puede ir la vida sin vivirla.
Un texto muy bonito Mamen, sigues haciendo magia con las palabras. Hay que aprender de Manuel y vivir la vida, no verla pasar. Un abrazo.
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